La abuela de los peces


 

Ahora sé que las abuelas no viven en peceras.  Pero cuando tenía cinco años la vecina que vivía al lado de mi casa era la abuela de los peces.

 

Todo comenzó esa noche cuando mamá quiso abrir una lata de arvejas. Nos habíamos mudado hacía poco y muchas cosas todavía estaban en las cajas. Cansada de buscar el abrelatas me pidió que fuera a la casa de una vecina a pedir uno prestado; recién se había puesto los ruleros y no quería que la vieran así. Me escribió en un papel lo que tenía que pedir y me dijo:

-Andá golpeále la puerta despacito y decile que sos la hija de Clara. Cuando te abra dale esta notita.

 La puerta de la vecina estaba entreabierta, me asomé y la vi: la abuela dentro de la pecera, sentada en un sillón, rodeada de  peces de todos los tamaños y colores,  mi mano se abrió como mi boca y volví a mi casa corriendo.

-¡Mamá! ¡Mamá!  ¡La vecina es una sirena!

Al escucharme soltó la bolsa con el alimento del gato que se esparció por toda la cocina y su cara comenzó a transformarse en algo feo mientras el gato trataba de aprovechar lo que se había caído.

-¿Otra vez con tus inventos? Dejá, me arreglo con un cuchillo pero desaparecé de mi vista por un rato.

Entré a mi pieza llorando,  me senté en el piso y me  abracé a las piernas. Seguía escuchando los gritos de mamá, pero de a poco, el sonido de sus retos se fue transformando en mar, en océano lleno de peces de maravillosos  colores que avanzaban en el agua: subían, bajaban, se entrecruzaban como hilos sin molestarse y me daban vueltas alrededor.  Un pez distraído me hacía cosquillas con sus aletas.

En la cena mamá seguía enojada así que entre burbujas y con dolor de panza me quedé dormida en mi habitación, sin cenar.

Dos días después nos cruzamos con la vecina en el supermercado. La miré con mucha atención, quería ver bien cómo era la piel de las sirenas, pero apenas se le veía la cara, todo lo demás estaba cubierto con abrigo.

 

La vi otra tarde en su pecera y me aguanté de contarle a mi mamá para no tener problemas. Y ahí me di cuenta que ya estaba grande como para guardar secretos.

En casa no se habló más del abrelatas, del gato, de la leche derramada y mucho menos de la abuela de los peces.

 Cuando pasábamos por su puerta mamá caminaba más rápido por el pasillo  y me apretaba la mano. Pero su plan no fue perfecto.

 

 Otro día vi la puerta entreabierta, espié y allí estaba: dormida en su sillón de agua y con un libro en la mano. Ningún pez la molestaba, la rodeaban en silencio.

 Esa noche  mientras me iba llegando el sueño  imaginé qué hermoso  sería tener una abuela sirena y lo pensé tan pero tan intensamente que mi deseo se coló a mi descanso y volví a soñar, pero, esta vez estaba junto a la abuela, escuchando un cuento.

A veces quedaban cerca de sus pies peces naranjas, verdes, plateados,  los negros se cruzaban por delante de ella. Quizás, por eso me enteré de la noticia antes que nadie, porque esa tarde  pasé y eran muchos los peces negros  que se entrecruzaban, casi tapando a la abuela, mientras los demás estaban más cerquita de ella.

 

Ahora, de grande, me paro frente a las   vidrieras de los negocios que venden peceras   y si miro fijo aparece mi abuela de los peces y me cuenta un cuento.

 

 

Ana María Allaria

 

 

 

 

 

 

 

 

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