Cuentos para niños


Luna de Tigresa



Tigresa tenía una mancha con forma de luna menguante en su pata izquierda, al igual que toda su manada.
Muchas tardes jugaba con otros cachorros a una mancha de felinos, y se escondían detrás de unas plantas tan altas y tupidas que no se les podían ver los hocicos.
Un día de otoño, cuando el sol había terminado su ronda, se desató una intensa tormenta que llegó sin aviso, sin siquiera una nube en el cielo que la anunciara. Empujada por el viento, Tigresa quedó junto al tronco de un árbol y allí  se durmió.
Cuando despertó, la tormenta había pasado. Lo primero que vio fue animales fatigados que reposaban entre las ramas y los troncos caídos. Caminó buscando a los de su manada, pero no los encontró. Su respiración se llenó de tristeza.

Pasaron los años. A Tigresa la criaron otras familias de tigres, pero ella seguía recordando las mañanas en que junto a su manada recorría las tierras húmedas, y le surgían muchas preguntas. Sus nuevos padres le contaban lo que había sucedido aquel día de otoño:
—Aquel día, las ráfagas de viento envolvieron hojas y ramas que giraban en remolinos y produjeron un ruido ensordecedor. Las gotas golpearon la selva con violencia. La lluvia intensa cambió el vuelo de los pájaros. Corrimos sin saber hacia dónde, enceguecidos por la tierra que el viento levantaba. Muchos de los nuestros se perdieron y no supimos más de ellos.

A medida que pasaba el tiempo, una soledad de luna menguante se apoderaba del corazón de Tigresa. Sin embargo, una tarde algo comenzó a ser diferente. No se debió al movimiento de los árboles, ni al  viento, ni al  calor del sol, sino a que sintió con intensidad que ya podía salir en busca de su manada.
No sabía cuánto tendría que caminar, solo le importaba encontrarla.
Antes de partir,  se despidió dulcemente.

Poco tiempo después de iniciada la marcha, se encontró con un arroyo. Sintió miedo de que al cruzarlo se le borrara su luna. Por eso, cuando vio a una rana beber en la orilla le preguntó:
—¿Sabés si el agua que estás bebiendo borra lunas?
La rana la miró y del susto dio tres saltos largos y se fue sin contestarle.
Tigresa respiró profundo y comenzó a cruzar el arroyo. Cuando llegó a la otra orilla miró su cuerpo reflejado sobre el agua y se alegró de que su mancha de luna aún estuviera ahí.

Otro día, un fuerte viento levantó remolinos de tierra. Tigresa se resguardó en la cavidad de un tronco. Cuando todo estuvo más calmo, salió y sintió la garganta seca. Se arrimó a una pequeña laguna para beber pero, cuando vio su reflejo sobre el agua, ¡notó que ya no estaba!
Desesperada se preguntó para qué seguir, si había perdido la única señal de pertenencia a su manada.
Caminó con un suspiro de felina triste, sin rumbo, sin deseo.
Cuando se calmó el viento, comenzó a llover. El agua se deslizaba por su cuerpo y le pesaban los párpados. Sin embargo, encontró refugio y se despolmó. De repente escuchó un zumbido y vio una abeja pararse en su hocico. Tigresa recordó cómo se había asustado la rana y se quedó en silencio. Entonces la abeja comenzó a hablarle.
—¡Hola! Encantada de conocer a sus ojos, digo a usted toda, bueno, encantada, estos vientos me divierten, me llevan  por donde quieren. ¡Qué divertido! ¿Su nombre?
Me llamo Tigresa.
—Lindo nombre, original. ¿Cómo se lo ocurrió?
—Soy una Tigresa.
—¿¡Dijo tigresa!? Tigresa ¡Tigresaaa! ¡Ay!
—No se vaya, por favor. Necesito que me ayude.
—¿U-u-una tigresa como usted necesita la ayuda de una pe…pe…pequeña abeja como yo?
—Sí. Busco a mi familia
—¿Perdió la colmena? —preguntó la abeja.
—¿Qué es una colmena? —preguntó  Tigresa.
—El hogar donde uno vive con su familia.
—Bueno... —trató de explicarle Tigresa—Nosotros no vivimos en una colmena. Hace muchos años, por una tormenta, perdí a mi familia. Me crié en otra manada, pero ahora quiero encontrar la mía. Lamentablemente, la marca de luna menguante que tenía en mi pata trasera la borró el viento, y ahora no sé qué hacer.
La abeja levantó vuelo rodeando el cuerpo de la tigresa. Después de unos minutos,  volvió y dijo:
—Si usted dice que el viento le sacó la marca con forma de luna menguante, ahora le digo que la lluvia se la devolvió porque se la ve en su pata.
Al escucharla, Tigresa saltó tanto repitiendo “¡Luna! ¡Luna! ¡Luna!” que la abeja se tuvo que aferrar a su hocico para no caer.
—Pequeña gran amiga, ¡gracias! —le dijo Tigresa—. Ahora sé cómo seguir.
—¡Mucha suerte!
Se despidieron con la alegría especial que da el comienzo de una amistad.
Pasaron muchos atardeceres, rocíos y noches.
Una tarde de primavera Tigresa llegó a una zona de pastizales. Los lazos verdes se movían como melenas desordenadas. Algunas hojas le hacían cosquillas en la cara. En un abrir y cerrar de ojos, le pareció ver  otras lunas menguantes que se deslizaban por el horizonte. Pensó que era un sueño más… como tantas otras veces. Pero no. Allí estaba su manada de tigres. ¡Eran ellos!
 Lo supo porque su corazón volvió a latir sin tristeza.


                                                   Fin

Ana María Allaria


















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